
El autostop en caravana que duró una semana
Nuestra aventura colombiana se acababa. Enfilábamos la recta final apurando los días de visado en una maratón de autostop que nos llevaba de San Agustín a la frontera de Ipiales pasando por Popayán.
En este último sprint nos sorprendimos con el casco antiguo de esta última ciudad. Cuenta con ambiente universitario, edificios históricos con encanto, y un centro cuidado y blanco. Lo sentimos como esa persona que entra en clase un par de minutos tarde pero te deja obnubilado para el resto de la sesión.

Paisaje de un páramo cerca de Popayán
Con pena por el acelerado final que nos imponía la burocracia, seguimos raudos hacia Pasto. A mitad de camino, quedamos estancados en una gasolinera de una población pequeña que puso a prueba nuestra paciencia. Como nos ha sucedido muchas veces -bendita magia del dedo- el nerviosismo y la espera fue proporcional a la bondad y amabilidad de las personas que pararon.
Un matrimonio entrado en años nos recogieron, empatizaron con nosotros y enseguida compartimos detalles de vida. La humildad desbordaba en sus historias. Nos contaron cómo habían construido su casa de la nada, cómo durante años se puede decir que vivieron en un descampado y levantaron ladrillo a ladrillo su hogar. Con paciencia, y haciendo apaños de mantenimiento eléctrico, el padre de la familia se costeó una carrera de ingeniería electrónica y así siguieron prosperando y formando su familia.

Marina en las escaleras del matrimonio que nos alojó
Una de sus hijas, era viajera, lo que les hizo parar, según nos comentaron. Una pauta que se ha repetido en bastantes ocasiones durante el viaje. Nos invitaron a probar la mazamorra, un plato típico de maíz y leche que nos sació el hambre y nervios que acumulábamos después de rozar el atardecer en aquella gasolinera. Terminamos nuestra experiencia en Pasto durmiendo en su casa, y dando una vuelta con el padre por la ciudad.
El hogar que se dilató en espacio y tiempo
Un autobús de línea nos dejó en la carretera principal a las afueras de Pasto. Estuvimos 45 min esperando apeados junto a un tráfico demasiado rápido y ahumado hasta que la caravana de Jorge y Ananda paró.
La primera imágen que recibimos fue de León, un joven argentino que saltó del vehículo haciendo aspavientos. Tenía el pelo rubio y largo, ojos azules, y una mirada bonachona un tanto plana. Al subir fue emocionante vernos en una autocaravana por primera vez. Hacia la izquierda se perfilaba la cocina, fregadero y armarios. Más allá, en el fondo, la cama matrimonial y la puerta al aseo completo con el que contaban. De frente, estaba sentada en uno de los sofás Ananda, que nos recibió con una sonrisa que no olvidamos. A nuestra derecha, en una butaca que rotaba sobre sí misma, Vicky conversaba con Jorge que estaba conduciendo y debatía sobre si parar a comprar queso fresco de la zona. Menos León, todos eran colombianos.
No nos podíamos imaginar ni de lejos que compartiríamos una semana rodando por Ecuador con ellos.


Algunas vistas desde la caravana durante los trayectos
Serpenteando por las cordilleras del sur de Colombia, nos maravillamos con el paisaje al mismo tiempo que nos empezábamos a conocer. Vicky y Ananda nos contaban cómo la ruta a Ipiales siempre fue referencia comercial para Ecuador y su país, en concreto Victoria, había hecho parte en bicicleta como muestra de honor a parte de su familia que vivió por la zona hacía dos generaciones.
Paramos en el santuario de las Lajas, una iglesia católica construida a más de 50 metros sobre el río Guáitara. Tomando fotos, tomas con dron y comiendo, se nos fue la mañana volando. Había que darse prisa, y cruzar la frontera antes de la noche. Todo el mundo nos advertía de los tiempos de espera que se estaban produciendo.

Jorge a punto de grabar unas tomas con su dron
La frontera no descansa
Para no suscitar ningún tipo de sospechas y con ello evitar esperas tontas, decidimos coger nuestro equipaje y cruzar andando por nuestra cuenta. La primera parte fue relativamente rápida y salimos sellados tras poco menos de una hora del lado colombiano. A lo lejos ya podíamos especular sobre el periplo que nos aguardaba en el otro lado.
La cola de gente a las 4 de la tarde daba la vuelta completa al edificio de migraciones. La crisis venezolana llevaba meses saturando la frontera de familias buscando oportunidades en países de toda Latinoamérica.
Tardamos más de 5 horas en lo que parecía un buen día con respecto a historias que en el futuro escucharíamos de ése exacto punto fronterizo.

Muestra de las colas que rodeaban el edificio de migraciones
No nos podíamos quejar. Familias se agolpaban en el puesto del ministerio de salud ecuatoriano, mientras la noche y la lluvia empezaban a empeorar la comodidad, ya muy lastrada, de tantas personas que llevaban semanas viajando.
Ananda y Jorge nos ofrecieron paraguas y espacio para guarecer nuestro equipaje. La noche cerrada había caído cuando la cola giró por última vez en la esquina que nos dirigía al lobby y entrada del edificio. A medida que la noche avanzaba y la entrada llegaba, más y más nerviosa se ponía la gente. Los policías dividieron la fila entre personas cuya visita a Ecuador era la primera y los que habían estado previamente.

La caravana era testigo directo de todo
Se supone que los que llegábamos por primera vez teníamos un trámite más sencillo y ágil. Con este pretexto, un policía empezó a recabar los pasaportes de por lo menos 50 personas en nuestra fila. En esos segundos, decidimos por ignorancia y fruto de la vorágine, ceder nuestros documentos, pero momentos más tarde ya estábamos arrepentidos.
Tuvimos suerte y nada pasó, a pesar de que a la vuelta de sellarlo, el oficial repartiera el pasaporte como un profesor entregando los exámenes, sin mirar a las caras y violando más de un derecho internacional. Es una regla básica de cualquier viajero que no cumplimos: lo que te sobra es tiempo, que perder tiempo nunca sea excusa para perder tu documentación.

Antes de numerarnos en la fila nos permitimos algunos momentos de descanso
Exhaustos esperamos a que Jorge y Ananda terminaran de arreglar los papeles del vehículo. Finalmente nos dijeron que se quedaban a dormir donde estaban aparcados. Revoloteamos un poco buscando alguna alternativa para llegar a la primera ciudad de Ecuador, cuando la oferta cayó en medio.
Nuestra primera noche en caravana, fue en tierras internacionales.
Tulcán: una bienvenida de mil caras
Pronto a la mañana siguiente salimos al encuentro de la primera ciudad ecuatoriana después de comprobar que el tráfico en la frontera disminuye durante la noche pero en ningún caso cesa. Dimos un paseo y fuimos a comprar comida para tantear precios y conocer Tulcán en su mercado palpitante.

Comprando en el mercado de la ciudad
La atracción más famosa de este lugar es un cementerio que hace de su jardinería un atractivo turístico. Los setos y cipreses que lo decoran tienen realizada una poda ornamental increíble. Tuvimos ocasión de charlar con uno de los jardineros que llevaban desde el principio allí. Fue conmovedor ver cómo, en cualquier lugar alguien defiende su islita de orgullo y satisfacción. Las figuras eran de muchos motivos, dominando el carácter espiritual Inca.
Llegados a este punto nos debatíamos con Ananda y Jorge qué hacer. Nuestro plan era seguir hacia la selva por una carretera distinta a la que ellos necesitaban coger para dejar en Quito a León y Vicky. Sin embargo, estábamos a gusto y Jorge no tardó en cambiar sus planes e invitarnos a hacer un plan mixto.

Cementerio de Tulcán
Su plan incluía ir primero a unas aguas termales situadas a una hora de Tulcán, en el municipio de Tufiño, en pleno páramo y situado a las faldas de dos volcanes. Como puedes imaginar, nadie en sus cabales diría que no a semejante propuesta.
El páramo es un ecosistema que existe en contadas partes del mundo. Parece de otro planeta y sus plantas son máquinas muy eficientes. Todas tienen capacidad de absorber y mantener el agua cual esponja, para más tarde devolverla filtrada al suelo. Es crucial para la calidad del agua de las ciudades de la cuenca a la que derive ese agua.
Tiene otro factor clave, y es que ese agua viene a diario, en tromba, y sin avisar.

Páramo donde pasamos una noche
Acercándonos a nuestro destino consensuado, quedarían 30 minutos andando, encontramos un pequeño apeadero con vistas a las faldas del volcán de cual se nutrían las aguas termales. Tenía un laguito al lado y la paz y calidad del aire que se respiraba es indescriptible. Por eso es que encontramos en una de esas trombas de agua que caía la excusa perfecta para quedarnos durmiendo allí. La magia de la caravana.
Tan pronto como llueve sale un sol punzante. A la mañana siguiente con toda la tranquilidad que inspiraba ese rincón, disfrutamos de las aguas termales por solo 2 dólares la entrada. Fue un momento que nos sentó de maravilla. Descansamos todo el estrés de la previa maratón de autostop.

Posando encima de la caravana
La bonita: el tesoro perdido
Enfilamos dirección a Lumbaqui, el punto donde sin verbalizarlo expresamente todo indicaba a que nuestros caminos se separarían. Ellos seguirían al sur a Quito y nosotros a Nueva Loja para hacer autostop hasta el voluntariado que teníamos apalabrado.
Lo que era imposible de imaginar es que una carretera marcada en el mapa como principal fuera a ser un camino de tierra muy, muy poco transitado. Recorrimos durante todo el día esta carretera disfrutando de imágenes sobrecogedoras. La vía compartía las formas del río San Francisco que hacía de frontera entre Colombia y Ecuador, pero que ni se divisaba de lo abrupta que eran las montañas de la zona. Fuimos despacio, cuidando la caravana y disfrutando de los paisajes hasta que se nos hizo de noche y paramos en la primera población a la desesperada, La Bonita.

Caminos imposibles hacia La Bonita
Esa población resultó ser un oasis de paz la mañana siguiente. Pocas casas agolpadas en torno a la única planicie que permitía la ladera y que hacía de plaza del pueblo y polideportivo al mismo tiempo. ¡Tenía hasta duchas, baños y Wi-Fi público! La gente sorprendida no nos hizo sentir extrañeza ni un solo momento, fue un lugar muy especial.

Las chicas practicaron con las telas en La Bonita (Ecuador)
Al partir de este pequeño lugar volvimos a poblaciones más habitadas y continuamos el viaje, conociéndonos más, y descubriendo la atracción que tiene una casa-carro (como dicen por allí) para los niños. Cuánta magia esconde el perderse y dejarse llevar en un vehículo así. Fue muy intensa y enriquecedora esta experiencia. ¡Gracias Ananda y Jorge!

Con Jorge y Ananda, retratando nuestros días juntos